Pasajeros al tren

Fotografía: Elena del Rivero Fernández Modelos (de izquierda a derecha): Carlos Fuenlabrada, Jonatan González, Gonzalo Para, María Prendes, Nicolás Bustos  Peluquería y maquillaje: www.gonzalopara.com

Fotografía: Elena del Rivero Fernández.Modelos (de Izquierda a derecha): Carlos Fernández-Simal, Jonathan González, Gonzalo Para, María Prendes, Nicolás Bustos. Agradecimientos: Lidia Estepa, Isaac Del Rivero, Omar Álvarez, Fernando González y Ramón Manso.

Mar había conocido a un chico que entendía el lenguaje de las nubes. De un vistazo decía “a ese cumulonimbo le gusta viajar, pero ese otro está triste” Un día convenció a la niebla para que le escondiese, y Mar no le volvió a ver. Otro novio suyo encontraba asiento y plaza libre siempre. Era genial para ir a conciertos exclusivos o encontrar un taxi en un día de lluvia. Pero dio con otra chica y se marchó también.

Llevaba meses, sentada en una estación, esperando por un acompañante. Habían pasado trenes con destinos a los que estaría encantada de ir, pero a donde no quería irse sola. Ojeaba el reloj de vez en cuando, y se preguntaba cuando aparecería él.

Aquella mañana, Mar observaba a los pasajeros de la estación y trataba de averiguar sus virtudes. Porque ella podía ver esas cosas, ese era su propio don. Ese añadía la cantidad justa de sal a todos sus platos, y aquella otra nunca llegaba tarde. Se divertía mientras esperaba sentada sobre sus maletas, llenas a rebosar, cuando un hombre le tocó el hombro.

-Siento comunicarle que va a tener que abandonar la estación.- dijo.

Mar se quedó perpleja. Miró a su alrededor y no vio nada que pudiese justificar aquella demanda.

-No lo entiendo, ¿sucede algo?

-Sí, la política de empresa solo permite a los pasajeros esperar hasta que llegue el momento de marcharse.

Mar entrecerró los ojos y se fijó en el caballero de pelo gris que le hablaba. Llevaba una chaqueta azul a juego con la gorra, un silbato de plata y un reloj en la muñeca derecha. El jefe de estación además tenía el don de saber cuando algo se había terminado y otra cosa iba a empezar. Sabía cuando alguien iba a morir, cuando una mujer daría a luz y si este año el verano llegaría temprano.

-Pero no puedo, necesito esperar a mi acompañante. ¡No me atrevo a irme sola!

Un silbato de tren sonó y una máquina de vapor se puso en marcha. El jefe de estación miró su reloj de pulsera y luego al gran reloj de la estación que pendía sobre ellos. Luego sonrió satisfecho.

-Aquí todo avanza al ritmo previsto -insistió

-¿Y qué pasa si no quiero marcharme?- le preguntó testaruda.

La gente pasaba junto a ellos, y el jefe de estación echó un ojo de nuevo a su reloj. El hombre le pidió con un gesto que se pusiese de pie y Mar obedeció. Luego éste cogió una de sus maletas y la sostuvo en el aire un momento.

– Veo que ha hecho usted un buen trabajo. Sus maletas son pesadas, y están llenas a rebosar. Sería una lástima ir perdiéndolo todo.

-¿A qué se refiere?- preguntó.

-Bueno, la gente que pierde su tiempo esperando que pase algo acaba perdiendo otras cosas.

Puso la maleta sobre un banco y sacó de un bolsillo una habilidad que Mar había guardado. La examinó y la volvió a poner en su sitio.

-Veo que puede nadar quinientos metros sin cansarse, y que además nunca se le queman los platos- dijo sujetando ambas habilidades entre el pulgar y el índice- y además sabe tocar un instrumento. De nada le va a servir aquí donde está.

Mar frunció el ceño, y se quedó un rato en silencio mientras veía al hombre sacar cosas de su maleta, una tras otra, y volviéndolas a guardar.

-Todo esto me lo quedaría yo- apuntilló el jefe de estación.

Mar miró el gran reloj de la estación y sus manecillas. Casi se le había olvidado lo pesadas que eran sus maletas y el trabajo que le había costado llenarlas. Pensó en los años de duro trabajo malgastados si ahora aquel hombre se lo arrebataba. Dio un paso al frente, las agarró y se fue en dirección al vagón. La máquina se puso en marcha justo cuando ella se sentaba en un sillón.

El vagón empezó a avanzar, primero despacio y luego más rápidamente. Desde su asiento Mar observaba a los pasajeros que iban en otras direcciones o esperaban. Intentó adivinar sus dones: aquel podía saber si una sonrisa era sincera o fingida, y ese otro siempre tenía los pies calientes. Pero ninguno de ellos iba en su vagón, y ni ella ni sus maletas iban a esperarlos nunca más.

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